HEDONÉ

«Somos pareja española de 20 años. Nos gusta mirar y que nos miren. Nos gustan los tríos y los intercambios de pareja». «Chica bisex. Me apunto a todo. Respondo al Wassap». «Maltrátame, mi culo quiere ser azotado y salvajemente penetrado. Chico homo». «Coprófago, zoofílico y sádico. Haré realidad todas tus fantasías perversas».

         Harta, así se sentía cada vez que bicheaba en las páginas de contactos. Lo había probado todo y jamás había obtenido una satisfacción plena. ¡A la mierda! Sólo le quedaba seguir tirándose a ese maldito gilipollas que le aguantaba sus cambios de humor y sus vicios. La última vez la llevó a un curioso “ágape” donde un grupo de subnormales vestidos de peluche se frotaba entre sí mientras disfrutaba de una merendola a base de chocolatinas y lacasitos. Perdonó al pobre imbécil de su acompañante, a pesar de que llevaban un tiempo viéndose y soportándose, parecía no conocerla lo suficiente. Mientras recordaba la bochornosa escena movía la cabeza de un lado a otro. Miró el reloj, esperaba que don misterioso la llamase de una puñetera vez. Llevaba varias semanas con un comportamiento pseudomístico e insoportable. Le había prometido algo verdaderamente único, bestial, acojonante. Bostezó justo en el momento en que el teléfono comenzó a vibrar.

         —Dime…

         —¿Preparada?

         —Venga.

         —¿Segura?

         —¿Vienes o no?

         —¿Segura?

         —Nada de lo que me ofrezcas puede ser tan rotundamente cojonudo como para no hacerme perder la paciencia, así que o vienes ya o te vas a tomar por culo.

         —Qué asco da tu humor.

         —No tengo…

         Colgó el teléfono y dejó a su interlocutor con la palabra en la boca. Era una costumbre. Se encendió el cigarro mientras continuaba leyendo el periódico. Pasados quince minutos escuchó el interfono. Sí que era rápido, sí. Descolgó.

         —¿Bajas o no?

         Se puso la chaqueta con rapidez. Bajó en el ascensor y al salir del portal se dirigió al vehículo que, como siempre, la esperaba aparcado en segunda fila.

         —Muy buenas, señorita….

         —Hola.

         —Qué sosa te pones, mujer.

         —Y tú qué empalagoso y teatrero.

         —Mira que lo pasamos bien, pero hay veces que no sé ni por qué te aguanto.

         —Lo mismo digo…

         La miró de refilón sin decir una palabra y arrancó.

         —¿Puedo saber a dónde me llevas?

         —Mujer, si es que nunca hacemos cosas juntos…

         —¿A dónde vamos?

         —Pues a misa, como buen domingo que es.

         —No me coñees más.

         —Mujer, no te coñeo.

         —¡Pues dime a dónde cojones me llevas!

         —Ya te lo he dicho.

         —Vaya viaje de mierda

         Con un volantazo, el coche se desvió para introducirse por una estrecha y serpenteante carretera.

         —¡Quieres que nos matemos o qué!

         Haciendo caso omiso de su acompañante, el hombre volvió a girar abruptamente para desembocar en la entrada de un camino estrecho y sin asfaltar.

         —Me vas a hacer potar, gilipollas…

         Por fin, la lujosa carrocería aparcó frente a lo que parecían las antiguas ruinas de un monasterio. La copiloto bajó, extrañada y mareada.

         —¿Dónde coño me has traído?

         —A misa, ya te lo he dicho.

         —Aquí hace ya milenios que no entran ni las ratas.

         —Verás, es que te quiero revelar un secretillo.

         —Alguna idiotez, seguro.

         El sonriente conductor salíó del coche y abrió la puerta a la copiloto con un evidente ademán burlesco.

         —A sus pies, señora…

         —Gracias, anormal…

         —No se lo tendré en cuenta, con tantas curvas debe estar usted agobiadísima.

         Al bajar del coche, la mujer notó cómo sus tacones se hundían en el barro húmedo. Se agarró del brazo de su acompañante y caminaron juntos a través de los escombros, hasta llegar a lo que parecía un antiguo claustro donde todavía se conservaba una pequeña capilla. En la puerta principal les esperaba un hombre vestido con una suerte de túnica griega y capa con esclavina.

         —Somos la orden del martirio filosófico-socrático.

         —¡Pero qué fumada es esta!

         —Qué falacia la del progreso de la mente cuando, realmente, el humano está sujeto a un progreso incompleto. Somos víctimas del “reino de la carne”.

         —Lo que faltaba…

         —No hay mayor placer que la autoinmolación, una salida que sólo toman los que poseen un aura prete-humana.

         —Bueno, vámonos.

         —Espera, mujer. Deja que termine.

         —Es que ya me está cansando esta payasada..

         —¿Qué ser de luz es capaz de renunciar a la autoafirmación y concederse ese placer absoluto, glorioso y extraordinario?

         —Mira, es que así no vamos a ninguna parte.

         —Pero vamos a ver, mujer, si has estado con elementos que se frotaban entre sí vestidos de peluche mientras comían lacasitos.

         —Mira, ahí no puedo decirte nada.

         —Pues escucha a este tipo, que te va a interesar.

         —Vamos a ver…

         —Tenemos en nuestras manos la verdad infinita, tan placentera o más que meter un dedo en los ojos de Dios y mover los hilos del mundo.

         El encapuchado se giró y dio órdenes a uno de sus seguidores, que regresó portando en las manos una bandeja plateada sobre la cual descansaban un paño morado y una jeringa plateada.

         —¿Qué mierda es eso?

         —Hedoné puro, una necesidad para la humanidad inepta.

         —¿Y..?

         —Te invitamos a conocer un mundo de placer infinito.

         —¿Insinúas que me meta un picotazo?

         —En tu idioma, sí. Sólo tú puedes abrazar la verdad o rechazarla.

         —Mira, me resultas hasta exótico…

         —¿Aceptas entonces esta dádiva divina?

         —¡Ni de coña!

         —De acuerdo. No está hecha la miel para la boca del cerdo.

         —¿Me has llamado cerda…?

         —Si es lo que crees dentro de tu vulgaridad, adelante.

         —¡Y encima vulgar! Mira tío no sé de dónde has salido y me la suda pero te enviaba de vuelta a tu pocilga con un par de hostias.

         —Eres indigna y cobarde…

         —Vete a tomar por culo.

         —¡Fuera! No mereces esta revelación de los dioses, y además no podrías soportarlo…

         —¿Cómo? ¿Estás diciendo que no tengo cojones para meterme ese mejunje intra-venoso?

         —Sí.

         —Pordiosero, yo tengo más cojones que tú y que todos los gallitos que se juntan aquí contigo para hacerse pajas en comunión.

         Enfurecida, adelantó unos pasos y se introdujo en el interior de la sucia capilla. Se acercó al portador de la jeringa para arrebatársela con desprecio.

         —¡Mira! Tu porquería está entrando en mis venas y me cogeré un buen colocón. Uno de los muchos que me he cogido, después lo contaré descojonándome de ti y de tus amigos flipados.

         Su acompañante se encendió un cigarro mientras miraba con asombro al hombre de la capilla y asintió.

         —Adelante.

         —¡Muy bien, vamos a empezar la ceremonia!

         Las pupilas de la mujer se dilataron y su cuerpo comenzó a temblar.

         —¡Pero qué es esto!

         —¿Qué sientes, hermana?

         —¡Joder, que calor!

         —¡Ayudemos, pues, a nuestra hermana a rasgarse las vestiduras y mostrarse en toda su gloria!

         La congregación se arremolinó en torno al femenino cuerpo y comenzó a desgarrar con sus dedos las prendas que lo cubrían.

         —¡Asistamos al bautismo de nuestra nueva hermana, que será conducida a los gloriosos aposentos del que porta la verdad, junto a sus hermanos! ¡Oh, divinidad del dolor, acepta la autoinmolación de tu hija, que abandona el reino de la carne!

         La plebe arañó con fruición la carne desnuda, hasta crear pequeños surcos de los que emanaban gotas de sangre. Después, comenzó a oler la piel sangrante y a apurar con su lengua el preciado líquido carmesí. Del sexo femenino, comenzó a brotar una lluvia dorada propiciada por los excesos a los que estaba siendo sometida la frágil anatomía.

         —¡Oh, señor, jamás había sentido nada igual! ¡Esto es…!

         —Dime, querida.

         —Es inenarrable. ¡Dios mío!

         —¿Sientes dolor?

         —Siento un placer…Infinitooo…

         —Hedoné, querida, Hedoné en las venas…

         Pero el cuerpo se doblegaba ante los estímulos nerviosos. Los masculinos dedos se introdujeron en las heridas para separar la carne, un cauce aborbotonado comenzó a cubrir la piel por completo, hasta transformarla en un lienzo rojizo y brillante. El esfínter se relajó liberando una mezcla de mierda y fluidos. Atraído por el pestilente mucílago, el sínodo se abalanzó sobre la sangrante efigie y comenzó a desgarrar con sus dientes aquella piel lacerada. Las manos engarfiadas se introdujeron a través de los boquetes, que dejaban al descubierto buena parte del tejido muscular. Ávidas, las lenguas dieron buena cuenta de los tejidos fibrosos. Afiladas como cuchillas, las uñas continuaron deslizándose bajo el tegumento, hasta llegar a lo más profundo. Los resbaladizos trozos de vísceras liberaban jugos biliosos que se mezclaban con la sangre y los fluídos excrementicios. Unas cuántas manos lograron acceder por un lateral a la cavidad abdominal para desgarrar el estómago, el páncreas y la piel que cubría el vientre liso.

          A esas alturas la mujer permanecía en coma, aunque en su interior estaba experimentando el mayor de los goces, ajena a su muerte. Mientras tanto, sus restos seguían siendo apurados por aquellos filosóficos y enloquecidos caníbales de lo sagrado.

         —¡Jo…jo…jo…joder…! ¡Qué cojones le habéis dado! ¡La madre que os parió, esto…esto…esto…!

         El hombre que la acompañaba vomitó sobre sus propios pies y retrocedió mientras se tapaba la boca con espanto.

         —¿Tú también deseas que el Hedoné te libere del martirio de la carne, hermano?

         —¡No, joder, me largo de aquí!

         —Lárgate con tu alma en paz, y di que has condenado a muerte a una inocente que despreciaba su vida terrenal.

         —¡Monstruos!

         —Tanto como tú…

         Aun a sabiendas de que no lograría escapar, trató de salvar en vano la distancia que le separaba del lujoso auto. Pero recibió un golpe certero en el cráneo y se derrumbó, mientras sentía cómo la sangre caliente resbalaba sobre su rostro. Le pareció escuchar en la lejanía una voz de mujer algo distorsionada, aunque nítida. Pero ya poco importaba.

         —¡Eh, gilipollas, tú me has traído hasta aquí y aquí te vas a quedar conmigo!

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